Sangrienta y febril, barrió el
feudalismo y consagró
la libertad y la igualdad ante la
ley, base del actual
Estado de derecho. Con ella se
inicia la
Edad Contemporánea
La última vez que Luis XVI pudo tener un gesto de monarca
absoluto -él, nada menos que un Borbón-
fue el 23 de junio de 1789, menos de un mes antes de la toma de la Bastilla por
el pueblo de París. Y en cambio, esbozó un gesto dubitativo, un gesto de
vencido. Incapaz de imaginar otra cosa que esa sociedad aristocrática –con la
corte de la que sin embargo desconfiaba- leyó ante la Asamblea Nacional –un organismo
cuya existencia misma lo indignaba- una declaración en la que aceptaba que su
poder estuviese controlado por los Estados Generales. A su lado, la odiada
austriaca, la hija de María Teresa de Austria que, casi niña, se le había
entregado como esposa, permanecía en un silencio lleno de desprecio hacia la
pusilanimidad de su esposo y el insólito atrevimiento de sus interlocutores.
Educados ambos, Luis y María Antonieta, en la firme convicción de que el orden
divino les había dado el poder de reinar, ahora se encontraban ante una
multitud desconocida y llena de entusiasmo que no podían siquiera comprender:
Versalles, la corte que los aislaba de París, había sido, durante largos años,
la cárcel dorada y la trampa mortal de la que sólo para ser ejecutados saldrían
de modo definitivo. Sin duda ambos se preguntaron, cuando les llegó a
Versalles, pocos días después, la noticia del asalto a la Bastilla, si eso
tenía alguna importancia o era un eslabón en esa irritante cadena de impertinencias.
Conocemos lo que el rey Luis, aficionado a los relojes y a la caza, apunto en
su diario el 14 de julio de 1789: “Nada”.
No fue sólo
tontería o egoísmo sino atónita ceguera. ¿Cómo había pasado lo que estaba
pasando? ¿Cómo había llegado un rey absoluto a aceptar condiciones de diputados
burgueses, del pueblo llano, de soldados mal entrazados?
¿CÓMO Y POR QUÉ?
A lo largo del
siglo XVIII el movimiento filosófico de la Ilustración –con sus representantes Voltaire,
Diderot o Rousseau– había señalado que no había motivo racional para obedecer
al poder absoluto de los reyes o doblegarse ante la nobleza y el clero. Luis XVI, nacido en 1774, había heredado un reino con
visibles dificultades económicas. La hacienda estatal no podía hacer frente a
un déficit creciente –agravado por la intervención francesa en la guerra de la
Independencia de Estados Unidos- sin que la corona recaudar a más dinero de los
opulentos. Pero, para recaudar dinero Luis XVI necesitaba apoyo de los tres
estamentos (la nobleza, el clero y la burguesía) que conformaban los Estados
Generales. Y sucedía que, debido a la consolidación de la monarquía absoluta
durante los dos siglos anteriores, los Estados Generales no se congregaban
desde hacía ciento setenta y cinco años.
En verano de
1788 las arcas reales estaban vacías. Cuando los Estados Generales se reúnen,
en mayor de 1789, lo primero que surge es una importante demanda del
llamado tercer estamento o tercer estado
(la burguesía). Quieren disponer de tanto diputados como el clero y la nobleza
juntos. Quieren que las votaciones se han “por cabeza” y no por estamento. Y lo
logran. Es el inicio de la cascada que en tres meses llevará a la toma de la Bastilla: el 17 de
junio los Estados Generales se constituyen en Asamblea Nacional y proclaman que
van a elaborar una constitución. En el edificio del Juego de pelota de
Versalles, el 20 de junio, se pronuncia el solemne juramento que la legitima.
El día 23 Luis XVI lee de mal grado la aceptación de la autoridad de la
Asamblea Nacional. Días más tarde quiere retroceder; pero el 14 de julio cae la
Bastilla.
Ahora, a los
gestos, se suman los cambios en la indumentaria. El rey debe visitar el Hôtel
de Ville, sede del municipio de París, y aceptar la nueva bandera tricolor, en
la cual el azul y el rojo de la ciudad se unen con el blanco de los Borbones. Y
también debe aceptar (lo que lo convierte en un prisionero) la custodia de una
milicia urbana, nacida en la capital: la Guardia Nacional. París es ya uno de
los centros del poder revolucionario.
Tras París,
Francia. Durante el verano de 1789, tiene lugar una inmensa rebelión campesina:
castillos incendiados, señores que firman la renuncia de sus privilegios sobre
el campesinado. La Asamblea Nacional recoge las consecuencias, y en la noche de
4 de agosto se suprimen todos los derechos señoriales o feudales. Y el día 26
de ese mismo mes se aprueba la Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano, basada en la célebre máxima libertad, igualdad y fraternidad. El
concepto de “ciudadano” expresa la igualdad ante la ley y entierra
definitivamente la noción de súbdito o de vasallo.
A principios de
octubre de 1789, una nueva jornada revolucionaria debilitó todavía más el poder
del monarca. El día 5, una muchedumbre salida de París asaltó el palacio de
Versalles. El rey y su familia fueron obligados a trasladarse a la capital,
donde permanecieron bajo la presión revolucionaria; les siguieron los ministros
y la Asamblea. Los aristócratas más ricos habían comenzado a emigrar al
extranjero. Sin apoyos y sin corte, la familia de Luis XVI se convierte en un
mero conjunto de prisioneros. Durante dos años siguen las grandes reformas,
como la ordenación de la Iglesia por la Asamblea de acuerdo con la Constitución
civil del clero (1790), rechazada por el Papa. Pero se confiscan los inmensos bienes de la Iglesia. Con su garantía se
procede a emitir un papel moneda (el “asignado”) que no logra, sin embargo,
estabilizar la situación financiera.
Sin embargo, la
Revolución no había terminado. Muchos de sus partidarios deseaban extenderla
por otros países, lo que significaba la guerra con otras monarquías europeas,
todavía regidas por soberanos absolutos. Se esperaba que una guerra de estas
características haría imposible la perduración de la monarquía constitucional
en Francia. En la primavera de 1792 Austria y Prusia, núcleo de la Primera
Coalición antirrevolucionaria (a la que se sumó España) amenazan Francia, con
el objetivo de restablecer el poder del rey, lo que, paradójicamente, hizo más
inestable la posición del soberano. El palacio de las Tullerías, donde se
alojaba la familia, fue ocupado por una multitud el 20 de junio, y tomado
definitivamente por asalto el 10 de agosto de 1792, tras la matanza de la
guardia real. La autoridad del rey fue suspendida por la Asamblea y la familia
real quedó detenida.
Mientras muchos
partidarios de la monarquía eran asesinados, fue elegida una Convención
Nacional. Esta nueva Asamblea, más revolucionaria que la anterior, proclamó el
21 de septiembre de 1792 la República “una e indivisible”, después de que el
día 20, en Valmy, fuese detenida la invasión de Francia por los ejércitos de
Austria y Prusia. Por entonces, los soldados de la República disponían de un
nuevo himno de combate: el canto de guerra del ejército del Rin, conocido como La
marsellesa.
La presión de
la defensa nacional acabó con el proyecto de Constitución democrática. Ahora el
poder estaba en manos de los comités organizados para resistir la invasión de los ejércitos
extranjeros, en especial el Comité de Salvación Pública. El partido moderado de
los girondinos (cuyos dirigentes procedían de la Gironda, región de Burdeos)
fue desplazado por el grupo más radical de la Montaña, y en especial por el
club político de los jacobinos (así llamados por reunirse en un antiguo
convento de la calle San Jacobo).
Luis XVI fue
juzgado por la propia Convención, condenado a muerte y guillotinado el 21 de enero
de 1793. La presión revolucionaria afectó también a los girondinos, cuyos
diputados fueron expulsados de la Convención y ejecutados. Igual suerte corrió
la reina María Antonieta, el 16 de octubre. Su hijo el Delfín fallecería
durante el encierro en el Temple.
LA REVOLUCIÓN DEVORA A SUS HIJOS
Pero el
vendaval revolucionario no era recibido en las provincias con el mismo
entusiasmo. La resistencia de algunas ricas ciudades comerciales como Lyon,
Tolón o Nantes fue reprimida con dureza por diputados de la Convención dotados
de poderes especiales, los comisarios. Esta nueva figura se hizo prevaleciente,
de allí surgió la policía moderna. Los comisarios vigilaban a generales, a
comerciantes, a nobles de provincia, a posibles traidores. Tras la caída de los
girondinos en la primavera de 1793, se inició el período conocido como el
Terror.
Un nuevo mundo
necesitaba un nuevo calendario: 1792 fue el año I de la República. Los meses
aludían a las condiciones climáticas (brumario, firmario, termidor) o al cielo
agrícola (floreal, fructidor, vendimiario). Además, se realizó una importante
campaña de descristianización de la sociedad.
Pero durante
los primeros meses de 1794 se produjeron divisiones en el seno de los jacobinos
que controlaban el poder. Maximilien Robespierre, a quien sus partidarios
llamaban el Incorruptible, llevó a cabo una doble depuración. Por una parte
persiguió e hizo ejecutar a algunos delos elementos más exaltados, los llamados
enragés (rabiosos). También a su
principal rival, Georges-Jacques Danton, y a sus partidarios, que no habían
sido tan incorruptibles. Además, los dantonistas fueron catalogados y
condenados como “indulgentes”.
Pero la espiral
del Terror llegó hasta el Incorruptible el 27 de julio de 1974, cuando quienes
se oponían a su gobierno lograron que la Convención lo declarase fuera de la ley. Él y sus principales
partidarios fueron ejecutados al día siguiente. Ésta fue la llamada “reacción
termidoriana”, por haberse producido durante el mes termidor (julio).
El Comité de
Salvación Pública fue reformado para que lo integraran diputados de diversas
tendencias. Los girondinos supervivientes fueron amnistiados y se persiguió a
los diputados considerados “terroristas” –de donde surge el término tal como se
utiliza en la actualidad-. La caída de Robespierre y de los jacobinos
estabilizó el poder en manos del centro de la Convención, representado por los
diputados que formaban la Llanura, en oposición a la Montaña.
La
estabilización de la República se vio facilitada por sus éxitos militares. A lo
largo de 1794 los ejércitos republicano, organizados por medio de levas en masa
–lo que marca el inicio del servicio militar moderno- pasaron a la ofensiva en
todos los frentes y lograron victorias significativas contra Austria y Prusia.
En los territorios ocupados, los franceses organizaron “repúblicas hermanas”
(la belga, la renana, la bátava u holandesa), algunas de las cuales pronto
serían englobadas dentro de los límites de la propia República Francesa.
En 1795 se firmó la paz de Prusia y España, que reconocieron el
nuevo régimen republicano. Pero la guerra continuó contra Austria –a la que
apoyaba Gran Bretaña-, lo que potenció el poder de los jefes del ejército, que
pronto se hizo necesario para defender el régimen de los ataques interiores.
LA REPÚBLICA DE LOS GENERALES.
La Convención
se disolvió en 1795, después de haber votado una nueva Constitución, la del año
III (1794). Este nuevo texto establecía un sistema con dos cámaras legislativas
–el Consejo de los Quinientos y el Consejo de los Ancianos- y un poder
ejecutivo en manos de cinco personas: el Directorio.
Para hacer
frente tanto a la amenaza revolucionaria de los jacobinos como a la reaparición
de los “realistas” o monárquicos, el Directorio tuvo que apoyarse en los jefes
militares victoriosos. Ya el 5 de octubre (vendimiario) de 1795, el general
Napoleón Bonaparte aplastó en París una insurrección realista conocida como las
“jornadas de vendimiario”.
En 1799, una
parte importante de los políticos republicanos se había resignado a aceptar el
mano de algún general que conservase los logros sociales de la Revolución.
Napoleón Bonaparte sería ese general: el hombre providencial, el hombre
dispuesto a gobernar Francia y conquistar Europa.
¿EL FINAL DE LA REVOLUCIÓN?
El 9 y 10 de
noviembre de 1799 (18 y 19 brumario) Napoleón da un nuevo golpe y disuelve,
junto con su hermano Lucien, los consejos de los Ancianos y de los Quinientos.
¿Terminó este
hecho con la Revolución? Más que hacerlo,
fijó una fecha útil para separar la etapa revolucionaria de lo que la siguió.
Pero la continuidad es evidente: Napoleón consolidó las principales
consecuencias sociales e institucionales de aquella. Dejando de lado el fascinante
itinerario que lo convirtió en cónsul primero, en emperador más tarde y en
desterrado en un islote frente a África al final de su vida, su gobierno, con
la promulgación del código civil en 1802, dio forma institucional a las grandes
líneas del orden social revolucionario: el triunfo de la propiedad burguesa,
libre de privilegios estamentales. Los principios igualitarios de la Revolución
–igualitarios salvo en lo relativo a las mujeres- fueron interpretados a la luz
de los derechos de la propiedad, sólo las personas económicamente
independientes podían ser ciudadanos que gozaran de la plenitud de derechos
políticos.
El régimen
napoleónico dio mayor énfasis
centralista a la organización territorial de la República, que los jacobinos ya
habían definido en sentido unitario, mediante el establecimiento de los
perfectos al frente de los departamentos. Y la política exterior napoleónica
fue la continuación de la política expansiva defendida por los girondinos en
1792.
La Revolución
quedó como un modelo para los movimientos ulteriores basados en los
sentimientos de libertad política e igualdad social. Esta inspiración en el
modelo francés fue evidente incluso en la revolución rusa de 1917, cuyos
dirigentes siempre temieron la aparición de un Bonaparte que pusiera fin al
proceso revolucionario.
Fuente:
Revista
Historia
(National
Geographic)
Número 3
Texto: PERE MOLAS
CATEDRÁTICO DE HISTORIA MODERNA DE
LA UNIVERSIDAD DE BARCELONA
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