jueves, 1 de diciembre de 2016

EL FIN DEL ANTIGUO RÉGIMEN LA REVOLUCIÓN FRANCESA


Sangrienta y febril, barrió el feudalismo y consagró

la libertad y la igualdad ante la ley, base del actual

Estado de derecho. Con ella se inicia la

Edad Contemporánea

La última vez que Luis XVI pudo tener un gesto de monarca absoluto  -él, nada menos que un Borbón- fue el 23 de junio de 1789, menos de un mes antes de la toma de la Bastilla por el pueblo de París. Y en cambio, esbozó un gesto dubitativo, un gesto de vencido. Incapaz de imaginar otra cosa que esa sociedad aristocrática –con la corte de la que sin embargo desconfiaba- leyó ante la Asamblea Nacional –un organismo cuya existencia misma lo indignaba- una declaración en la que aceptaba que su poder estuviese controlado por los Estados Generales. A su lado, la odiada austriaca, la hija de María Teresa de Austria que, casi niña, se le había entregado como esposa, permanecía en un silencio lleno de desprecio hacia la pusilanimidad de su esposo y el insólito atrevimiento de sus interlocutores. Educados ambos, Luis y María Antonieta, en la firme convicción de que el orden divino les había dado el poder de reinar, ahora se encontraban ante una multitud desconocida y llena de entusiasmo que no podían siquiera comprender: Versalles, la corte que los aislaba de París, había sido, durante largos años, la cárcel dorada y la trampa mortal de la que sólo para ser ejecutados saldrían de modo definitivo. Sin duda ambos se preguntaron, cuando les llegó a Versalles, pocos días después, la noticia del asalto a la Bastilla, si eso tenía alguna importancia o era un eslabón en esa irritante cadena de impertinencias. Conocemos lo que el rey Luis, aficionado a los relojes y a la caza, apunto en su diario el 14 de julio de 1789: “Nada”.

No fue sólo tontería o egoísmo sino atónita ceguera. ¿Cómo había pasado lo que estaba pasando? ¿Cómo había llegado un rey absoluto a aceptar condiciones de diputados burgueses, del pueblo llano, de soldados mal entrazados?



¿CÓMO Y POR QUÉ?

A lo largo del siglo XVIII el movimiento filosófico de la Ilustración –con sus representantes Voltaire, Diderot o Rousseau– había señalado que no había motivo racional para obedecer al poder absoluto de los reyes o doblegarse ante la nobleza y el clero. Luis XVI, nacido en 1774, había heredado un reino con visibles dificultades económicas. La hacienda estatal no podía hacer frente a un déficit creciente –agravado por la intervención francesa en la guerra de la Independencia de Estados Unidos- sin que la corona recaudar a más dinero de los opulentos. Pero, para recaudar dinero Luis XVI necesitaba apoyo de los tres estamentos (la nobleza, el clero y la burguesía) que conformaban los Estados Generales. Y sucedía que, debido a la consolidación de la monarquía absoluta durante los dos siglos anteriores, los Estados Generales no se congregaban desde hacía ciento setenta y cinco años.

En verano de 1788 las arcas reales estaban vacías. Cuando los Estados Generales se reúnen, en mayor de 1789, lo primero que surge es una importante demanda del llamado  tercer estamento o tercer estado (la burguesía). Quieren disponer de tanto diputados como el clero y la nobleza juntos. Quieren que las votaciones se han “por cabeza” y no por estamento. Y lo logran. Es el inicio de la cascada que en tres meses  llevará a la toma de la Bastilla: el 17 de junio los Estados Generales se constituyen en Asamblea Nacional y proclaman que van a elaborar una constitución. En el edificio del Juego de pelota de Versalles, el 20 de junio, se pronuncia el solemne juramento que la legitima. El día 23 Luis XVI lee de mal grado la aceptación de la autoridad de la Asamblea Nacional. Días más tarde quiere retroceder; pero el 14 de julio cae la Bastilla.

Ahora, a los gestos, se suman los cambios en la indumentaria. El rey debe visitar el Hôtel de Ville, sede del municipio de París, y aceptar la nueva bandera tricolor, en la cual el azul y el rojo de la ciudad se unen con el blanco de los Borbones. Y también debe aceptar (lo que lo convierte en un prisionero) la custodia de una milicia urbana, nacida en la capital: la Guardia Nacional. París es ya uno de los centros del poder revolucionario.



DE SUBDITOS A CUIDADANOS

Tras París, Francia. Durante el verano de 1789, tiene lugar una inmensa rebelión campesina: castillos incendiados, señores que firman la renuncia de sus privilegios sobre el campesinado. La Asamblea Nacional recoge las consecuencias, y en la noche de 4 de agosto se suprimen todos los derechos señoriales o feudales. Y el día 26 de ese mismo mes se aprueba la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, basada en la célebre máxima libertad, igualdad y fraternidad. El concepto de “ciudadano” expresa la igualdad ante la ley y entierra definitivamente la noción de súbdito o de vasallo.

A principios de octubre de 1789, una nueva jornada revolucionaria debilitó todavía más el poder del monarca. El día 5, una muchedumbre salida de París asaltó el palacio de Versalles. El rey y su familia fueron obligados a trasladarse a la capital, donde permanecieron bajo la presión revolucionaria; les siguieron los ministros y la Asamblea. Los aristócratas más ricos habían comenzado a emigrar al extranjero. Sin apoyos y sin corte, la familia de Luis XVI se convierte en un mero conjunto de prisioneros. Durante dos años siguen las grandes reformas, como la ordenación de la Iglesia por la Asamblea de acuerdo con la Constitución civil del clero (1790), rechazada por el Papa. Pero se confiscan los inmensos bienes de la Iglesia. Con su garantía se procede a emitir un papel moneda (el “asignado”) que no logra, sin embargo, estabilizar la situación financiera.

En junio de 1791, se dice que merced al apoyo de un amante sueco de María Antonieta, Luis XVI, la reina y sus hijos intentan huir al extranjero pero, descubiertos en Varennes, son obligados a volver a París. El 3 de Septiembre se proclamó la nueva Constitución, que le prisionero Luis XVI aceptó, y en ese mismo mes se eligió una nueva Asamblea Nacional. Francia se había convertido en una monarquía parlamentaria sin estamentos privilegiados. Las tradicionales provincias, consideradas parte de un pasado feudal, fueron sustituidas por circunscripciones de menor extensión: los departamentos, con denominación geográfica.



EL FIN DE LA MONARQUÍA
Sin embargo, la Revolución no había terminado. Muchos de sus partidarios deseaban extenderla por otros países, lo que significaba la guerra con otras monarquías europeas, todavía regidas por soberanos absolutos. Se esperaba que una guerra de estas características haría imposible la perduración de la monarquía constitucional en Francia. En la primavera de 1792 Austria y Prusia, núcleo de la Primera Coalición antirrevolucionaria (a la que se sumó España) amenazan Francia, con el objetivo de restablecer el poder del rey, lo que, paradójicamente, hizo más inestable la posición del soberano. El palacio de las Tullerías, donde se alojaba la familia, fue ocupado por una multitud el 20 de junio, y tomado definitivamente por asalto el 10 de agosto de 1792, tras la matanza de la guardia real. La autoridad del rey fue suspendida por la Asamblea y la familia real quedó detenida.

Mientras muchos partidarios de la monarquía eran asesinados, fue elegida una Convención Nacional. Esta nueva Asamblea, más revolucionaria que la anterior, proclamó el 21 de septiembre de 1792 la República “una e indivisible”, después de que el día 20, en Valmy, fuese detenida la invasión de Francia por los ejércitos de Austria y Prusia. Por entonces, los soldados de la República disponían de un nuevo himno de combate: el canto de guerra del ejército del Rin, conocido como La marsellesa.

La presión de la defensa nacional acabó con el proyecto de Constitución democrática. Ahora el poder estaba en manos de los comités organizados para  resistir la invasión de los ejércitos extranjeros, en especial el Comité de Salvación Pública. El partido moderado de los girondinos (cuyos dirigentes procedían de la Gironda, región de Burdeos) fue desplazado por el grupo más radical de la Montaña, y en especial por el club político de los jacobinos (así llamados por reunirse en un antiguo convento de la calle San Jacobo).

Luis XVI fue juzgado por la propia Convención, condenado a muerte y guillotinado el 21 de enero de 1793. La presión revolucionaria afectó también a los girondinos, cuyos diputados fueron expulsados de la Convención y ejecutados. Igual suerte corrió la reina María Antonieta, el 16 de octubre. Su hijo el Delfín fallecería durante el encierro en el Temple.



LA REVOLUCIÓN DEVORA A SUS HIJOS

Pero el vendaval revolucionario no era recibido en las provincias con el mismo entusiasmo. La resistencia de algunas ricas ciudades comerciales como Lyon, Tolón o Nantes fue reprimida con dureza por diputados de la Convención dotados de poderes especiales, los comisarios. Esta nueva figura se hizo prevaleciente, de allí surgió la policía moderna. Los comisarios vigilaban a generales, a comerciantes, a nobles de provincia, a posibles traidores. Tras la caída de los girondinos en la primavera de 1793, se inició el período conocido como el Terror.

Un nuevo mundo necesitaba un nuevo calendario: 1792 fue el año I de la República. Los meses aludían a las condiciones climáticas (brumario, firmario, termidor) o al cielo agrícola (floreal, fructidor, vendimiario). Además, se realizó una importante campaña de descristianización de la sociedad.

Pero durante los primeros meses de 1794 se produjeron divisiones en el seno de los jacobinos que controlaban el poder. Maximilien Robespierre, a quien sus partidarios llamaban el Incorruptible, llevó a cabo una doble depuración. Por una parte persiguió e hizo ejecutar a algunos delos elementos más exaltados, los llamados enragés (rabiosos). También  a su principal rival, Georges-Jacques Danton, y a sus partidarios, que no habían sido tan incorruptibles. Además, los dantonistas fueron catalogados y condenados como “indulgentes”.

Pero la espiral del Terror llegó hasta el Incorruptible el 27 de julio de 1974, cuando quienes se oponían a su gobierno lograron que la Convención lo declarase  fuera de la ley. Él y sus principales partidarios fueron ejecutados al día siguiente. Ésta fue la llamada “reacción termidoriana”, por haberse producido durante el mes termidor (julio).

El Comité de Salvación Pública fue reformado para que lo integraran diputados de diversas tendencias. Los girondinos supervivientes fueron amnistiados y se persiguió a los diputados considerados “terroristas” –de donde surge el término tal como se utiliza en la actualidad-. La caída de Robespierre y de los jacobinos estabilizó el poder en manos del centro de la Convención, representado por los diputados que formaban la Llanura, en oposición a la Montaña.

La estabilización de la República se vio facilitada por sus éxitos militares. A lo largo de 1794 los ejércitos republicano, organizados por medio de levas en masa –lo que marca el inicio del servicio militar moderno- pasaron a la ofensiva en todos los frentes y lograron victorias significativas contra Austria y Prusia. En los territorios ocupados, los franceses organizaron “repúblicas hermanas” (la belga, la renana, la bátava u holandesa), algunas de las cuales pronto serían englobadas dentro de los límites de la propia República Francesa.

En 1795 se firmó la paz de Prusia y España, que reconocieron el nuevo régimen republicano. Pero la guerra continuó contra Austria –a la que apoyaba Gran Bretaña-, lo que potenció el poder de los jefes del ejército, que pronto se hizo necesario para defender el régimen de los ataques interiores.



LA REPÚBLICA DE LOS GENERALES.

La Convención se disolvió en 1795, después de haber votado una nueva Constitución, la del año III (1794). Este nuevo texto establecía un sistema con dos cámaras legislativas –el Consejo de los Quinientos y el Consejo de los Ancianos- y un poder ejecutivo en manos de cinco personas: el Directorio.

Para hacer frente tanto a la amenaza revolucionaria de los jacobinos como a la reaparición de los “realistas” o monárquicos, el Directorio tuvo que apoyarse en los jefes militares victoriosos. Ya el 5 de octubre (vendimiario) de 1795, el general Napoleón Bonaparte aplastó en París una insurrección realista conocida como las “jornadas de vendimiario”.

En 1799, una parte importante de los políticos republicanos se había resignado a aceptar el mano de algún general que conservase los logros sociales de la Revolución. Napoleón Bonaparte sería ese general: el hombre providencial, el hombre dispuesto a gobernar Francia y conquistar Europa.



¿EL FINAL DE LA REVOLUCIÓN?

El 9 y 10 de noviembre de 1799 (18 y 19 brumario) Napoleón da un nuevo golpe y disuelve, junto con su hermano Lucien, los consejos de los Ancianos y de los Quinientos.

¿Terminó este hecho con la Revolución?  Más que hacerlo, fijó una fecha útil para separar la etapa revolucionaria de lo que la siguió. Pero la continuidad es evidente: Napoleón consolidó las principales consecuencias sociales e institucionales de aquella. Dejando de lado el fascinante itinerario que lo convirtió en cónsul primero, en emperador más tarde y en desterrado en un islote frente a África al final de su vida, su gobierno, con la promulgación del código civil en 1802, dio forma institucional a las grandes líneas del orden social revolucionario: el triunfo de la propiedad burguesa, libre de privilegios estamentales. Los principios igualitarios de la Revolución –igualitarios salvo en lo relativo a las mujeres- fueron interpretados a la luz de los derechos de la propiedad, sólo las personas económicamente independientes podían ser ciudadanos que gozaran de la plenitud de derechos políticos.

El régimen napoleónico dio mayor  énfasis centralista a la organización territorial de la República, que los jacobinos ya habían definido en sentido unitario, mediante el establecimiento de los perfectos al frente de los departamentos. Y la política exterior napoleónica fue la continuación de la política expansiva defendida por los girondinos en 1792.

La Revolución quedó como un modelo para los movimientos ulteriores basados en los sentimientos de libertad política e igualdad social. Esta inspiración en el modelo francés fue evidente incluso en la revolución rusa de 1917, cuyos dirigentes siempre temieron la aparición de un Bonaparte que pusiera fin al proceso revolucionario.

Fuente:
Revista Historia

(National Geographic)

Número 3

Texto: PERE MOLAS
CATEDRÁTICO DE HISTORIA MODERNA DE LA UNIVERSIDAD DE BARCELONA

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